El cuerpo aún estaba fresco. Pero
a ella, eso no le importó.
Apenas se enteró de la noticia,
compro el ticket más próximo a Nuevo Hampshire.
El camino en bus, le recordó a la
primera vez que se subió en uno, para encontrarse con él.
Tenía quince años en ese entonces,
y era una chica con ojos ansiosos que moría por ser escritora. Y no es que haya
dejado de morir por ello, es que en ese tiempo era una niña tonta. Se había
ilusionado con los cuentos del misterioso escritor, que se rehusaba a ser
famoso. Se dejó
tentar, tocar, besar. El viejo escritor le pedía a gritos que se quite la ropa.
Tenía miedo. Entonces el viejo se acostumbró a contemplarla, tocarla,
acariciarla, hasta que ella logró escapar.
Estuvo casi tres meses encerrada
en su casa.
Su madre la buscó por todo el
país, temiendo lo peor. Y quizás lo peor para su madre era que ella estuviera
muerta, al final nunca se enteró que un viejo pedófilo la tuvo secuestrada esos
meses. Su hija le dijo que se había escapado con su novio del colegio. Que
estaba arrepentida, que por favor la perdonara. Su madre buscó al novio por
todos lados, pero nunca apareció, porque no existía. Luego olvidó el asunto, su
hija cumplió la mayoría de edad y se fue a vivir a la ciudad.
El entierro sería en estricto
privado a las tres de la tarde y duraría un par de horas. Tiempo suficiente
para entrar a la casa y robar los manuscritos de la caja fuerte del viejo.
La casa estaba cercada por
periodistas que se iban poco a poco tras el féretro. Cuando todos se
fueron, se metió a la casa por la puerta trasera. La peste de la piel resinosa
del viejo escritor estaba en todas partes. Por
un momento creyó sentir sus manos sobre su piel virgen y
asustada de quince años. La piel se le erizó, pero no la detuvo hasta el
sótano, donde sabía estaba la caja fuerte.
La buscó por todos lados, sin
encontrarla. Había un colchón lleno de orines, una muñeca rota y platos sucios
con restos de comida. ¿Ahí habría vivido el viejo sus últimos días?
Subió a la primera planta y
empezó a buscar en las habitaciones. Nada. Había quitado todos los cajones,
reventado los colchones, arrancado todos los cuadros. Y nada. No había ni una
caja fuerte.
Indagó en la cocina, la sala, el
comedor, el estudio. Nada.
Parecía que la caja fuerte no
hubiera existido nunca.
Tampoco había ni un sólo papel
escrito por el viejo. O su mujer había limpiado todo, o alguien se le había
adelantado.
Debió volver antes, cuando el
viejo estaba vivo. Pudo matarlo con sus propias manos. Pero no lo hizo. Y
tampoco le contó a nadie lo que vivió. Se quedó callada, como todas esas chicas
que escaparon de él. Niñas, ahora adultas que no pueden dormir por las noches,
porque sienten sus manos estrujándoles la piel. Esas que frustraron sus sueños
y se quedaron estancadas en ellos, porque cada vez que querían escribir, veían
al viejo con una pluma escribiéndoles sobre el vientre.
Lo único que le quedaba eran esos
manuscritos, si aún existían.
Subió al desván con su única
esperanza bajo el brazo. La puerta tenía un candado. Sonrió. Ahí tenía que
estar la caja fuerte. Sacó un gancho de su cabello, abrió el candado y entró.
El olor a moho y orines estaba
dentro de toda la habitación. Al igual de cientos de papeles regados por todos
lados. Abrió la cartera, sacó unas bolsas porta papeles y empezó a recolectar
las hojas sin leerlas. Una por una las fue metiendo, hasta que cuando levantó
un par de un grupo amontonado se topó con una mano.
Estuvo a punto de dar un alarido,
pero se contuvo. Sacó la linterna de su bolso y la iluminó. Era pequeña y no se
movía. Levantó más papeles y los guardo en su bolso. Poco a poco la silueta de
una niña pequeña no mayor de cinco años apareció. Estaba descalza y lucía un
vestidito amarillo casi incoloro.
Se preguntó cuánto tiempo
llevaría ahí. ¿Estaría viva?
Escucho el sonido de unas llaves
en la casa. Quien hubiera vivido con el viejo, estaba volviendo.
Cerró la puerta del desván y
metió todos los papeles que pudo en su cartera.
La niña comenzó a moverse sobre
los papeles. Sus ojos asustados se encontraron con la extraña que se llevaba
todos los papeles del viejo.
Dejó el bolso en el suelo y se
acercó a la niña. Esta la miró con desconfianza, pero dejó que la alzara en sus
brazos. Tranquila, le susurró. Te sacaré de aquí.
La voz de una mujer llegó desde
la primera planta, hablaba con alguien. Levantó el bolso cargado de papeles, al
igual que la bolsa repleta de más de estos. Y se acercó a la puerta del desván.
Tenía que salir de ahí de una
vez. Si la encontraban, podía ir presa.
Miró por el filo de la puerta. La
mujer que hablaba en la primera planta era la esposa del viejo escritor. Tenía
una botella de vino en la mano y un par de copas en la otra. Despacio bajó las
escaleritas del desván, la niña en sus brazos se inquietó y quiso bajarse. La
miró a los ojos y le susurró que no haga ruido, pero la niña ya se había echado
a llorar.
La esposa del viejo salió de la
sala junto a otra mujer y vieron a la niña en brazos de la joven. Se le quedo
mirando con los ojos pasmados.
La joven apretó los manuscritos y
sin quitarle la mirada a la esposa del viejo escritor, avanzó hacía la puerta
trasera de la casa. La abrió y salió corriendo con la niña llorando aún en
brazos.
Ya en la carretera, no podía
creer lo fácil que había sido todo. Tenía los manuscritos en su poder. Su
futuro. Su inmortalidad. Todo él.
En plena noche, estacionó en
medio de la carretera y bajo con la vida del viejo en las manos. La acomodó en
el suelo árido, le echo una botella de ron encima y lanzó un cerillo prendido.
La niña bajó del auto y se paró a
su lado. Ambas veían cómo se consumía la vida del viejo en un minuto. Sin
querer se tomaron de la mano y volvieron al auto.