domingo, 27 de enero de 2013

Delirios de la mujer que amó demás



Nunca me importó el amor hasta hoy, dijiste con tus labios pintados de rojo.
A veces pienso si realmente me importa el amor, o es sólo el deseo de querer estar contigo. Contigo, repetiste aun sonriendo más.
Si fuera amor, quizás esto no sería egoísta. Al decir esto bajaste la cabeza y te miraste los zapatos de tacón.
Tengo miedo que al calmar mis ansias pierda todo. Parecía que tus uñas iban a arrancarte la piel. Te pellizcaste tan fuerte que hasta yo me asusté.
Tengo miedo que te vayas. Cuando dijiste eso, me fije que tus ojos parecían a punto de estallar en llanto.
Ayer fue tan bonito todo. Ahí tu sonrisa volvió. Pero tus ojos siguieron tristes.
Aunque no sé. Te miraste otra vez los zapatos.
Quizás sólo sea mi imaginación. Acariciaste tus manos lastimadas.
¿No? Dijiste mirándolo a lo lejos.
No, no es mi imaginación. Le sonreíste a lo lejos.
Esos momentos vuelven a mi memoria, vuelven tus miradas, vuelven tus besos, tus manos calientes, mis manos frías. El café Dellaville, testigo de todo lo que somos. Ahí fue donde una lágrima tuya rodó por tu mejilla. Tus uñas se clavaron otra vez en tu piel.
Y yo pensando en cosas que no son. Te secaste la lágrima y sonreíste.
Sería increíble DESAPARECER SÓLO 5 MINUTOS. Tu sonrisa creció.
Desaparecer contigo. Creció más.
SÓLO CINCO MINUTOS. Casi gritaste, pero él no te oyó.
Dame un poco de tu tiempo. Ahora mejor ya no me contestas. O contesta lento, tarde. Siempre contestas tarde. Tu sonrisa se borró de repente de tu rostro.
YA NO HAGAS NADA. Le gritaste.
Ya hiciste mucho, ya diste mucho. Dijiste en voz baja. Un susurro. Parecía que te hablabas a ti misma.
Estás desapareciendo cómo un mal recuerdo. Tus ojos se abrieron al decir esto. Yo me asusté.
Un recuerdo insano. Al pronunciar esto, tu labio inferior comenzó a temblar.
Delirante. Dijiste sonriendo.
Audaz. Te demoraste en pronunciar la zeta. El seguía sin verte.
Un recuerdo que lo fue todo y quizás nunca fue nada. Él volteo, pero no te miró. Tú empezaste a temblar por completo.
Aun te sueño a escondidas de mi cordura. Tus brazos, abrazaron tu cuerpo frágil. Tus uñas se clavaron cómo tenazas en ellos.
Aun te extraño a medias. Tu voz se apagaba poco a poco.
LA LLAGA ESTÁ ABIERTA. Gritaste. Parecías muerta de dolor.
DÉJALA CICATRIZAR, POR FAVOR. Chillaste. Tu piel sangraba. Él te miro a lo lejos. Cruzó un par de palabras con la policía y se fue. Tú cuerpo frágil cayó al suelo. Le sonreíste a lo lejos y lloraste en silencio.

domingo, 20 de enero de 2013

Un día perfecto en Nuevo Hampshire





El cuerpo aún estaba fresco. Pero a ella, eso no le importó.
Apenas se enteró de la noticia, compro el ticket más próximo a Nuevo Hampshire.
El camino en bus, le recordó a la primera vez que se subió en uno, para encontrarse con él.
Tenía quince años en ese entonces, y era una chica con ojos ansiosos que moría por ser escritora. Y no es que haya dejado de morir por ello, es que en ese tiempo era una niña tonta. Se había ilusionado con los cuentos del misterioso escritor, que se rehusaba a ser famoso. Se dejó tentar, tocar, besar. El viejo escritor le pedía a gritos que se quite la ropa. Tenía miedo. Entonces el viejo se acostumbró a contemplarla, tocarla, acariciarla, hasta que ella logró escapar.
Estuvo casi tres meses encerrada en su casa.
Su madre la buscó por todo el país, temiendo lo peor. Y quizás lo peor para su madre era que ella estuviera muerta, al final nunca se enteró que un viejo pedófilo la tuvo secuestrada esos meses. Su hija le dijo que se había escapado con su novio del colegio. Que estaba arrepentida, que por favor la perdonara. Su madre buscó al novio por todos lados, pero nunca apareció, porque no existía. Luego olvidó el asunto, su hija cumplió la mayoría de edad y se fue a vivir a la ciudad.

El entierro sería en estricto privado a las tres de la tarde y duraría un par de horas. Tiempo suficiente para entrar a la casa y robar los manuscritos de la caja fuerte del viejo.
La casa estaba cercada por periodistas que se iban poco a poco tras el féretro. Cuando todos se fueron, se metió a la casa por la puerta trasera. La peste de la piel resinosa del viejo escritor estaba en todas partes. Por un momento creyó sentir sus manos sobre su piel virgen y asustada de quince años. La piel se le erizó, pero no la detuvo hasta el sótano, donde sabía estaba la caja fuerte.
La buscó por todos lados, sin encontrarla. Había un colchón lleno de orines, una muñeca rota y platos sucios con restos de comida. ¿Ahí habría vivido el viejo sus últimos días?
Subió a la primera planta y empezó a buscar en las habitaciones. Nada. Había quitado todos los cajones, reventado los colchones, arrancado todos los cuadros. Y nada. No había ni una caja fuerte.
Indagó en la cocina, la sala, el comedor, el estudio. Nada.
Parecía que la caja fuerte no hubiera existido nunca.
Tampoco había ni un sólo papel escrito por el viejo. O su mujer había limpiado todo, o alguien se le había adelantado.

Debió volver antes, cuando el viejo estaba vivo. Pudo matarlo con sus propias manos. Pero no lo hizo. Y tampoco le contó a nadie lo que vivió. Se quedó callada, como todas esas chicas que escaparon de él. Niñas, ahora adultas que no pueden dormir por las noches, porque sienten sus manos estrujándoles la piel. Esas que frustraron sus sueños y se quedaron estancadas en ellos, porque cada vez que querían escribir, veían al viejo con una pluma escribiéndoles sobre el vientre.
Lo único que le quedaba eran esos manuscritos, si aún existían.
Subió al desván con su única esperanza bajo el brazo. La puerta tenía un candado. Sonrió. Ahí tenía que estar la caja fuerte. Sacó un gancho de su cabello, abrió el candado y entró.

El olor a moho y orines estaba dentro de toda la habitación. Al igual de cientos de papeles regados por todos lados. Abrió la cartera, sacó unas bolsas porta papeles y empezó a recolectar las hojas sin leerlas. Una por una las fue metiendo, hasta que cuando levantó un par de un grupo amontonado se topó con una mano.
Estuvo a punto de dar un alarido, pero se contuvo. Sacó la linterna de su bolso y la iluminó. Era pequeña y no se movía. Levantó más papeles y los guardo en su bolso. Poco a poco la silueta de una niña pequeña no mayor de cinco años apareció. Estaba descalza y lucía un vestidito amarillo casi incoloro.
Se preguntó cuánto tiempo llevaría ahí. ¿Estaría viva?
Escucho el sonido de unas llaves en la casa. Quien hubiera vivido con el viejo, estaba volviendo.
Cerró la puerta del desván y metió todos los papeles que pudo en su cartera.
La niña comenzó a moverse sobre los papeles. Sus ojos asustados se encontraron con la extraña que se llevaba todos los papeles del viejo.

Dejó el bolso en el suelo y se acercó a la niña. Esta la miró con desconfianza, pero dejó que la alzara en sus brazos. Tranquila, le susurró. Te sacaré de aquí.
La voz de una mujer llegó desde la primera planta, hablaba con alguien. Levantó el bolso cargado de papeles, al igual que la bolsa repleta de más de estos. Y se acercó a la puerta del desván.
Tenía que salir de ahí de una vez. Si la encontraban, podía ir presa.
Miró por el filo de la puerta. La mujer que hablaba en la primera planta era la esposa del viejo escritor. Tenía una botella de vino en la mano y un par de copas en la otra. Despacio bajó las escaleritas del desván, la niña en sus brazos se inquietó y quiso bajarse. La miró a los ojos y le susurró que no haga ruido, pero la niña ya se había echado a llorar.
La esposa del viejo salió de la sala junto a otra mujer y vieron a la niña en brazos de la joven. Se le quedo mirando con los ojos pasmados.
La joven apretó los manuscritos y sin quitarle la mirada a la esposa del viejo escritor, avanzó hacía la puerta trasera de la casa. La abrió y salió corriendo con la niña llorando aún en brazos.

Ya en la carretera, no podía creer lo fácil que había sido todo. Tenía los manuscritos en su poder. Su futuro. Su inmortalidad. Todo él.
En plena noche, estacionó en medio de la carretera y bajo con la vida del viejo en las manos. La acomodó en el suelo árido, le echo una botella de ron encima y lanzó un cerillo prendido.
La niña bajó del auto y se paró a su lado. Ambas veían cómo se consumía la vida del viejo en un minuto. Sin querer se tomaron de la mano y volvieron al auto.

jueves, 10 de enero de 2013

Esas cosas que no nos dijimos


Esas cosas que no nos dijimos
hasta ahora me quitan el aire
me provocan espasmos
me tapan los oídos
me han nublado la vista

Esas cosas que no nos dijimos
no quieren morir
bailan con el viento al anochecer
me golpean, me afligen
me hacen verte a través de mi ventana

Esas cosas que no nos dijimos
me atormentan
me arrastran
me hacen llorar
me hacen extrañarte

Esas cosas que no nos dijimos
están tan presentes, cuando no estas presente
están ahí enseñándome cosas,
formas, colores, palabras,
imágenes incoloras que duelen

Esas cosas que no nos dijimos
se aferran a mí
flotan en el mar
y te hacen brillar desde Londres
para seguir viéndote desde la gris Lima
 

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